Memorias del Mariel – 45 aniversario del éxodo que marcó la historia

Lourdes Sáenz
No es la primera vez que cuento esta historia, pero cada vez que lo hago, la viveza de las emociones aún remueve muchas fibras en mi mente y en mi corazón. Ser exiliado significa tener una vida completamente dividida, reconstruida y, en mi caso, reforzada por la resiliencia demostrada por mis compatriotas a través de la historia del éxodo que hemos compartido los cubanos después de la Revolución de 1959.
Para mí, las memorias de mi niñez en Cuba se pueden considerar gratas, a pesar de los altibajos por la represión del sistema y las eternas ansias de encontrar libertad y reunirnos con nuestros familiares en los Estados Unidos. Hay cierta nostalgia por recordar días amenos en las playas de Guanabo y Santa María, viajando desde Rancho Boyeros en el VW de mi padre, cargando el almuerzo completo con la olla de presión llena de congris. El olor del mar, el brillo especial de la arena tan blanca y el color inigualable de nuestras playas… esos recuerdos están grabados en mi memoria.
Así de vivos también quedaron los hechos que marcaron la preparación y travesía que trajo a mi familia a través de las 90 millas que separan a nuestra isla de los cayos de la Florida y en este aniversario número 45, vuelvo a leer las líneas de mi memoria y vuelvo a ver los reflejos de ese pasado que significó la ilusión de libertad para los que lo vivimos.
No voy a recontar los puntos históricos de ese éxodo, pero solo el hecho de que dadas las circunstancias políticas se pudiera abrir una puerta (en este caso un puerto) para una salida permitida de la isla fue suficiente para hacer de esos meses un acontecimiento de inmensas repercusiones.
Solo para mostrar la magnitud, fueron alrededor de 1,700 embarcaciones las que participaron y alrededor de 100,000 individuos los que ingresamos a la sociedad estadounidense entre los meses de abril y octubre de 1980.
Mis padres llevaban años tratando de salir de Cuba, procesando los medios posibles, ya que la totalidad de nuestros familiares se había exiliado desde el comienzo de los 60´s. Por una razón u otra, siempre había negativas y la posibilidad del Mariel fue una gran alegría que nos llenó de esperanza.
Supimos que mi tío Alejandro (Kiko), un coronel activo de las fuerzas armadas de los U.S., se atrevió a abordar un camaronero para ir a buscarnos y que estaba en el puerto sin saber cuándo iban a procesar nuestra salida. Para él, fue un gran riesgo profesional estar en territorio cubano por casi un mes, y como no nos llamaban, tuvo que regresar y dejar el encargo de nuestro traslado con el capitán del barco.
Mientras tanto en casa, todos guardábamos extremo cuidado de no compartir la noticia de nuestra partida, pues estaban atacando a los que pensaban viajar, vandalizando sus casas y hasta causando la muerte de más de uno. En las madrugadas pasábamos pertenencias por encima del muro trasero para dejarlas a vecinos y amistades y evitar sospechas de viaje inminente.
El día que nos llegó la notificación, hubo varias casualidades, o más bien, bendiciones, pues los cuatro, mis padres, hermana y yo, estábamos en casa y pudimos cumplir con la orden de partir de nuestra casa y cumplir la orden de las autoridades de estar en una dirección en el centro de La Habana en una hora.
El funcionario selló nuestra casa, que quedó con todo adentro, incluyendo dos automóviles que, aunque antiguos, seguían funcionando. Con ese sello en la puerta quedaron atrás los recuerdos de mi infancia y la vida entera de mi padre, pues mis abuelos habían construido esa casa cuando él era niño y allí vivieron cómodamente por muchos años antes de la Revolución.
Nosotros salimos con temor de lo incierto y tratando de no dar sospechas, pero íbamos sin equipaje y solo con una muda de ropa para cada uno en el necessaire de mi madre.
Llegamos a tiempo a un antiguo club de playa con un muro alto alrededor y una gran puerta de madera que al abrirse descubrió un gran campo de hierba verde frente al mar y miles de personas regadas por doquier. Fue una gran impresión ver tanta gente, caras quemadas por el sol, ansias, incertidumbre, pues muchos llevaban días en ese lugar en espera de ser llamados al próximo paso del viaje.
Allí se vivían horas eternas al sol y al sereno de la noche, aunque este último nos daba un respiro del calor desesperante, ya que no había casi lugar de sombra para protegerse y éramos muchos. Recuerdo que en algún momento vimos un grupo amontonándose y peleando por unas colchonetas flacas y sucias que estaban tirando al aire y yo inmediatamente me lancé al molote y no sé cómo, siendo una niña de 14 años pude arrebatar una y escabullirme para llevar ese gran “tesoro” a mi familia; así pudimos tener donde sentarnos y tomar turnos para dormir por ratos en las noches.
Estuvimos allí 5 días hasta que llamaron el nombre de nuestra embarcación “Sun Lioness” y pasamos al área de investigación, donde había la posibilidad de separar a las familias si los militares decidían que no podía salir alguien por motivos políticos o de bienestar económico hacia el gobierno.
Allí tuvimos mucho miedo por las posiciones profesionales importantes que había sostenido mi padre, en investigaciones científicas sobre patología vegetal y trabajos importantes con el Instituto Nacional de Pesca y Feria Agrónoma en Rancho Boyeros, donde se convirtió en el único juez de todo tipo de ganado en las exposiciones luego de haber servido de traductor en los cursos que impartían maestros canadienses, y a la vez que traducía, salía sobresaliente de cada curso.
La investigación previa a poder recibir la aprobación de salir del país estaba frente a nosotros en esas largas mesas con funcionarios y militares haciendo preguntas. Para mi madre, hermana y yo no había ninguna dificultad por ser ama de casa y estudiantes… pasó mi padre con un carnet de identidad que decía “desempleado”, pues por no asistir a una manifestación política lo habían dejado sin trabajo un año entero antes de que se abriera la posibilidad del Mariel, y fue en ese momento que vino otra bendición para nosotros.
Le preguntaron qué hacía antes de perder su empleo, pues en su credencial decía Ingeniero Agrónomo, y como en los países comunistas les dan títulos importantes a cualquier trabajo mundano, él se acordó y les contestó: “Soy el que limpia los establos del ganado”. Gracias a la ignorancia de los que estaban haciendo las preguntas y a la voluntad divina, lo creyeron y nos dieron el cuño final de aprobación.
Al quinto día de estar en ese lugar de espera, con la piel quemada y el cuerpo sucio y cansado, por fin escuchamos una vez más el nombre de nuestro barco y fuimos trasladados al “Mosquito”, próximo campamento de espera, pero que como quedaba muy cerca del puerto y con vista a los periodistas internacionales, tenía mejor aspecto para mostrar tratamiento más “humano” a los que planeaban su salida.
Había carpas militares grandes con literas en filas largas, baños adecuados y repartían comida, lo cual no pasaba en el anterior, donde vimos a la mayoría de las familias pasar mucha hambre durante su espera. En este campamento nuestra visita fue breve; en unas horas nos volvieron a llamar, y ese atardecer del 26 de mayo, abordamos nuestra embarcación junto con otras familias reclamadas y un grupo de más de 50 desconocidos a quienes mantuvieron de un lado extremo del barco y separados con una soga.
Estábamos en un área reducida por ser muchos y solo tengo selectos recuerdos de ese viaje… como si la emoción del futuro que tanto habíamos anhelado, estando ya palpable, borrara los desagradables momentos vividos en esas últimas horas, pero a la vez con la tristeza de dejar un pedazo de mi alma en esa isla que ahora veía ponerse más y más chiquita en el horizonte con los últimos rayos del sol de la tarde.
Ya cuando no la vi, la noche nos cubrió, pero a diferencia de muchas otras historias trágicas de tormentas y olas destructivas que hicieron tanto daño y cobraron tantas vidas, nuestro viaje duró unas 12 horas y con el mar en relativa calma. Aun así, hubo muchos mareados y enfermos durante esas horas, pero no recuerdo casi nada; fue como un sueño pesado del cual desperté con el sol brillando sobre mi cara y con el bamboleo del barco ya en puerto de Key West/Cayo Hueso como lo conocíamos.
Las primeras emociones y experiencias de estar “en libertad” no se pueden describir con palabras, por muy poéticas que sean. Esas emociones tienen un color y un brillo especial que se impregna en lo más profundo de nuestro ser.
¿Qué recuerdos marcaron a esa niña de catorce al pisar el suelo americano y en esos primeros momentos? El primer sorbo de Coca-Cola fría servido en unos vasitos de papel por personas que nos daban la bienvenida alegremente y conocer a mi tío Rubén, que nos vino a recoger y quien tenía en mano todos nuestros documentos de aprobación de entrada migratoria, lo cual nos separó inmediatamente del resto de la multitud desorganizada que bajaba de barcos y llenaba todos los espacios de ese puerto.
Segunda gran impresión: entrar a la casa de Reinaldo, el primo de mi madre que vivía en Key West y fue el que patrocinó nuestro cupo a bordo del “Sun Lioness” y sentir un ambiente tan acogedor, aire acondicionado central enfriando cada paso que dábamos y entrar a un baño donde al lavarnos las manos, salía de un contenedor un jabón cremoso y tan perfumado como nunca antes había sentido, tanto que me lavé las manos unas cinco veces seguidas… y luego la primera comida de la “libertad,” Kentucky Fried Chicken con todos sus acompañantes y un vaso de Jupiña bien fría. No soy amante de ese tipo de pollo ni de ese refresco, pero ese sello en mi memoria tiene un lugar especial; como lo fue mi primera visita a una tienda en “este lado del charco”, un 7-11, o sea que no es ni siquiera un supermercado, pero al entrar y que mi mirada fuera invadida por la cantidad de colores en cada paquete de mercancía, la variedad en solo el mostrador de chicles y caramelos, esa explosión a mis sentidos es otra memoria imborrable.
Ese contraste de brillantes colores comparado a lo que ya estaba acostumbrada en las bodegas de mi Boyeros, donde todos los productos venían en sacos y se envasaban en bolsas de papel cartucho fue lo que me causó esta sensación de casi mareo y de una euforia que aún tengo muy presente.
El ajuste a nuestra nueva vida fue bordado con gentileza de familiares y amigos, la bondad de extraños que nos acogieron, y a pesar de los revueltos del momento a causa de la explosión de inmigrantes en la comunidad del Sur de la Florida, no tuvimos las dificultades ni sufrimos la discriminación que otros sufrieron.
Nuestros papeles en regla desde antes de ingresar al país nos permitieron tener acceso a documentos de inmediato, y mi padre, por hablar inglés fluidamente, además de otros idiomas, y por su formación profesional, pudo conseguir trabajo rápidamente. Aunque no fue en su rama de base científica, trabajó para una organización que ayudaba a los inmigrantes cubanos y luego poco a poco se integró a dar clases de ciencia en la secundaria LaSalle para más adelante batallar y reconstruirse con una revalidación de su título y dar clases en Miami Dade Community College y la universidad de FIU. Además de esos logros y tener un doctorado en ciencias desde Cuba, aquí volvió a estudiar y logró un segundo doctorado, lo cual lo enorgulleció mucho a él y a todos en la familia.
Mi hermana y yo nos integramos de inmediato a la escuela, repitiendo el grado que estábamos cursando antes de salir de Cuba, pero siempre sobresalientes en nuestras calificaciones para el asombro de nuestros profesores y compañeros de clase, al vernos sentadas en el aula con un pequeño diccionario y traduciendo algunas palabras para mantener el hilo de las explicaciones o preguntas en exámenes. Las dos nos graduamos con honores de la secundaria, yo participando de lleno en todas las actividades extracurriculares como ROTC y jugando en los equipos de soccer, softball, volleyball y badminton. Recibimos becas para nuestros estudios universitarios, y puedo decir que he tomado las riendas de mi destino junto con todas las oportunidades que la vida me ha regalado para forjar momentos de muchos logros y felicidad que sin tener la libertad no hubieran sido posibles.
Ese renacer de libertad y el arduo trabajo con el que uno se enfrenta el dejar todo atrás, comenzar de cero las veces que sea necesario, aprender un nuevo idioma, cambiar de carrera, de trabajo, de casas, de estados, seguir adelante y levantarse luego de cada caída, nos hace fuertes.
Ese es el día a día del inmigrante y del exiliado. Todos llevamos la marca de un origen en otras tierras queridas a las que quizás no regresemos, pero también un paquete de sueños y esperanzas de construir una vida mejor para nosotros y nuestros hijos.
El legado de mis padres fue el tener fe, nunca abandonar la esperanza de gozar de la libertad y el poder luchar para lograr nuestras metas. El éxodo del Mariel fue la oportunidad que vio materializar esos sueños. 45 años han pasado desde que los que desembarcamos hayamos comprobado a este país y su historia, que no todos fuimos “escoria”, y que entre esos “Marielitos” éramos muchos trabajadores y estudiantes que se convirtieron en profesionales, que ayudamos a construir la economía, no solo de la Florida si no del país entero; que somos artistas, músicos, atletas, maestros, comerciantes, padres y madres que ahora continuamos contando esta misma historia a otras generaciones para que sepan que el costo de ser verdaderamente libre es muy caro.
No importa cuántas riquezas, cosas materiales, viajes o lujos se puedan haber acumulado con el tiempo. Nada, nada es comparable con el sentimiento de verdaderamente poder sentirse libre. El legado que le dejo a mi hijo no es material, pero es el amor por una Cuba que no ha pisado, le dejo el arte del idioma que maneja perfectamente, la riqueza de la cultura que llevamos bajo la piel y le dejo la llama en el corazón de luchar por mantenerse libre para crecer, para pensar, para crear y para cumplir cada uno de sus sueños.
Por Lourdes Sáenz
Parte del equipo de Marketing de RP Founding Center